Tropecé por "azar" con un
texto de Marguerite Yourcenar que me gustaría pantallar aunque es algo largo para
leerlo en virtual.
Margarite Yourcenar
Dice Marguerite que Anne Lindberg ha dado a los Estados Unidos dos de las buenas obras
que ha producido la literatura contemporánea. Escritora brillante, mujer de un
aviador célebre y aviadora también ella y madre desdichada, esta mujer
pertenece a la leyenda de nuestro tiempo. Pero a ella (Yourcenar) le entristece
encontrar afirmaciones que hace Anne en su parecer sobre la guerra:
...No puedo, por tanto, considerar pura y simplemente esta guerra como una
lucha entre las Fuerzas del Bien y del Mal. Si es- tuviera que condensarlo todo
en una sola frase, diría más bien que las Fuerzas del Pasado luchan contra las
del Porvenir. Lo malo es que haya tanto bien en las Fuerzas del Pasado y tanto
mal en las del Porvenir.
Anne Morrow Lindberg
Pensamiento prudente y ponderado en un principio, sin duda alguna. Pero para
evaluar lo peligroso de semejante reflexión, hay que recordar que la palabra
porvenir representa para los EEUU una palabra maestra, la palabra clave de toda
una civilización. Este país apenas acaba de salir -y sin duda con pena- de la
época ya mítica de los pioneros; para unos recién llegados instalados en una
naturaleza todavía hostil, el pasado no ofrecía nada; el presente no era más
que una penosa sucesión de esfuerzos; todas las esperanzas de éxito y seguridad
se referían forzosamente al porvenir en un país en donde todo, de una vez
estaba por organizar o por crear. América ya no se encuentra en ese período
heroico: como todos los demás países, ahora posee un pasado como todos los
demás países, ahora posee un pasado y un porvenir, pero sus hijos han
conservado la costumbre de considerar el porvenir, ipso facto, como un progreso
sobre el pasado. Hacer de los Estados totalitarios los Poderes del Porvenir en
lucha contra el Pasado -personificado por Inglaterra- es introducir en las
mentes una confusión a favor de esos Estados y significa, lo queramos o no (y
Anne Lindbergh sólo lo quiere a medias) darles la razón en nombre de la Historia.
Bien es verdad que, en nuestros momentos de desaliento, a todos se nos ocurre
decirnos que el salvajismo desencadenado ahora en el mundo representa para la
humanidad el verdadero porvenir, quizá la única realidad. Dudamos de la noción
de civilización: nuestras desgracias nos autorizan a ello. Pero miremos hacia
atrás: veamos, por ejemplo, otro de los períodos trágicos de la historia
europea, tal vez la más desesperada de todas: las invasiones bárbaras del siglo
V, que se reproducen después esporádicamente durante casi cuatrocientos años:
no hay duda de que, en la época de la caída de Roma, hubo algunos patricios o
algunos letrados pacíficos y desalentados que también debieron decirse que la
lucha era vana y que aquellos bárbaros representaban al porvenir. Esos hombres
y esas mujeres se percataban de los errores cometidos por la antigua
civilización que ellos aún representaban; tal vez les pareciera natural y hasta
justo que fuese aplastada, y al mismo tiempo que gemían por las vidas
sacrificadas, por el arte y la ciencia perdidos, saludaban al porvenir en
marcha con Atila. Pues bien, esos patricios y esos letrados se equivocaban; se equivocaban
aunque las apariencias parecieran darles la razón. El mundo grecorromano fue
asolado y todos conservamos en la memoria la imagen de los templos en ruinas y
de palacios devastados. Pero unas generaciones después de esas catástrofes,
aquellas hordas que, según se creía, representaban al porvenir, habían vuelto a
sus bosques y a sus estepas o bien se habían asimilado, in situ, a los
vencidos. La vida civil se regía por la ley romana; obispos ordenados por Roma
bautizaban a estos últimos paganos germánicos o eslavos, y era el latín, y no
el godo o el húnico, la lengua que los niños aprendían en la escuela entre
España y el Báltico. Aquellos patricios y clérigos que se creían destinados a
desaparecer, se parecían infinitamente más a los hombres del porvenir que los
grandes bárbaros blancos supuestamente encargados por Dios de poner fin a una
civilización corrompida.
Más tarde, cuando el viejo imperio bizantino acabó por caer a su vez, tras
haber hecho frente durante siglos a sus adversarios musulmanes o eslavos,
muchas gentes debieron pensar que aquella penosa lucha contra las fuerzas del
porvenir había sido inútil. En realidad, la prolongada obstinación de los
bizantinos en sobrevivir había permitido que las semillas, a decir verdad muy
resecas, de la cultura antigua, de la cual los mismos bizantinos fueron unos
mediocres conservadores, germinasen en el nuevo mantillo del Renacimiento, y
sus tradiciones religiosas, que en Bizancio nos parecen, a menudo, aquejadas de
esclerosis o de puro formalismo, iban a conocer, una vez comunicadas a los
pueblos eslavos, un prodigioso reverdecer. Contra el futuro que se presenta
ante nosotros vociferante y seguro de sí, habrá que contar siempre con otro
porvenir aún en ciernes y cuyo crecimiento debemos proteger. Las crisis de
violencia nunca son más que los malos cuartos de hora de la historia; no
contribuyen a los más mínimos progresos humanos más de lo que los vendavales
contribuyen al crecimiento de las mieses. Después de cada tormenta, la
humanidad reanuda humildemente su tarea interrumpida, que consiste precisamente
en preservar las fuerzas aún vivas del pasado y en digerir su lenta evolución
hacia el mañana.
Anne Lindbergh ha hecho un descubrimiento que a ella misma parece sorprenderla:
se ha dado cuenta de que el bien y el mal no eran privativos exclusivamente de
un partido o de un pueblo, y de que en todas las cosas humanas cabe lo mejor y
lo peor. Todos estamos de acuerdo y a todos nos han dicho, desde la época en
que estudiábamos el catecismo, que sólo Dios es impecable. Pero lo importante,
en estos momentos y siempre, es saber de qué lado está el porcentaje más
elevado del mal. No existe ningún país que no tenga tras de sí un cargado
pasivo. Pero por muchas que sean las faltas y los errores cometidos en el
pasado y hasta en el presente por Inglaterra y Francia, no por ello debemos
olvidar que han hecho sus pruebas asegurando a sus pueblos, más o menos constantemente,
un mínimo de orden, de seguridad, de cultura y -si podemos emplear esta hermosa
palabra siempre imposible de definir bien- de libertades, si no tal vez de
libertad. Lo que se nos ofrece en sustitución de todo esto es la fuerza bruta,
la crueldad metódica, a un tiempo francamente glorificada y, en su caso
necesario, enmascarada con hipocresía, y finalmente un bárbaro dogmatismo que
es, en la historia, el aspecto más irrefutable del mal.
Y es cierto, nadie lo discute, que puede haber belleza en la exaltación
apasionada de tal joven nazi y en su total abnegación a su jefe bienamado, aun
cuando esa exaltación y esa abnegación lleven dentro su veneno. Aún más, al no
ser Hitler, en suma, más que un hombre como los demás, poseerá, sin duda, como
todo hombre algunas virtudes más o menos escondidas. Pero no se absuelve a un
asesino por las pocas buenas cualidades que posea, ni por los defectos que
pudiera tener su víctima. -No se salva a la civilización con la guerra-, dice
muy acertadamente Anne Lindbergh; tampoco se la salva dejándose seducir, de
entrada, por lo que es su contrario. -Son los países que tienen miedo los que
han sido invadidos-, añade. Frase insidiosa, pues de pequeños países pobres y
heroicos como Grecia o Finlandia, que han sido invadidos...También los países
grandes, que no temieron esclavizar al mundo por creer en su fuerza o en lo que
ellos consideran su fuerza, son los que, a la postre, acaban derrumbándose por
haber levantado en contra suya demasiadas conciencias o haber perjudicado
muchas necesidades e intereses legítimos. Una metáfora harto facilona compara
las olas del porvenir con las olas del mar. Lo más cierto que de las olas del
mar podemos decir es que rompen golpeando y que, en las orillas, para luego,
inexorablemente, retroceder. Así lo quiere el Dios que preside los mares.
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